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sábado, 1 de octubre de 2011

Una historia de santos

Hoy es el día de Santa Teresita del Niño Jesús, Teresa de Lisieux, una joven de la que podemos aprender mucho.
Cuando pensamos en los santos, a veces sólo vemos sus grandes momentos de santidad, pero poco somos capaces de comprender sus momentos de oscuridad. Así, me gustaría compartir con todos el precioso  y durísimo relato de la muerte de Santa Teresita. 
Porque está radiante la mañana de la Pascua. Teresa ve el sol tras largos días de niebla. Con el sol le brilla la fe. Se siente radiante como un serafín. Y, después de leer alguno de los terribles artículos que el tío Isidoro escribe en «Le Normand», a Teresa le parece mentira que pueda haber en la tierra gentes de ojos oscuros que no sean capaces de ver el espectáculo de Dios delante de la vista.
— No entiendo a los impíos, a los duros de alma. No entiendo a los que no creen en el Señor. Debe ser una postura, un rol, más que otra cosa. Una manera de presumir de fortaleza racionalista. Porque el Señor es como un fogonazo de luz delante de nuestros ojos.
No sospechaba Teresa en aquellos momentos que este esplendor de la fe le iba a durar menos que un suspiro. Le sucedió todo como si una inesperada tempestad se le volcara sobre el alma. Se le oscureció la fe, se le disipó la alegría, le pareció un cuento miserable la esperanza en el cielo.
— Ya no tengo más que lucha y tormento dentro de mí.
Lo peor, además, es que no encuentra las palabras para poder explicarse a sí misma o explicar a los demás a qué amarga hiel sabe esta experiencia.
— Hay que pasar por ella, dice Teresa. Hay que meterse en este túnel para darse cuenta de cómo es de invulnerable esta oscuridad.
Y su maduro talento literario le brinda una comparación que es tan espantosa como verdadera.
— Porque me imagino que he nacido en un país cubierto de espesa niebla y que nunca he contemplado el rostro risueño de la naturaleza inundada de luz y transfigurada por un sol radiante. Es cierto que desde la niñez estoy oyendo hablar de esas maravillas. Sé que el país en el que vivo no es mi patria y que hay otro al que debo aspirar sin cesar. Esto no es una historia inventada por un habitante de este país en que me encuentro, sino que es una verdadera realidad porque el Rey de aquella patria del sol radiante ha venido a vivir treinta y tres años en este país de tinieblas...
Teresa acepta comer el pan del destierro. Teresa jura que no se quiere levantar de esta mesa de amargura en que comen los pobres pecadores. Y pide compasión por todos: por ellos, por nosotros. Y si es necesario que un alma que le ame purifique la mesa que el pecado ha manchado, ella acepta comer sola el pan de la tribulación. La historia de luz, que en el alma de Teresa se parecía a un cuento de hadas, se ha cambiado pronto en una amarga experiencia de oración atribulada.
Ahora, en esta tiniebla, es cuando a Teresa le aterra el pensamiento de la muerte. No por la muerte misma como terminación de su tiempo, sino por la muerte como etapa inicial de una esperanza que no le va a cumplir lo que ella ha esperado siempre. «Te aguarda sólo una noche profunda, mucho más profunda cada día. Te espera la noche de la nada». Hay que leer estas palabras de Teresa y hay que levantar bajo ella el suelo de la angustia para darse cuenta de cómo fue de espantosa esta entrada de Teresa en el terreno de la muerte física a plazo fijo. Una muerte y una angustia que, sin embargo, debía disimular hasta extremos heroicos porque vivía en una comunidad en la que las cosas seguían sucediéndose como si a nadie, en medio de ella, le estuviera sucediendo este drama del espíritu. Teresa hace poesías y cuenta historias y difunde con gozo la fe.

1 cosas que me dicen:

pato dijo...

Holaaaaaaaaa !!
Hacía tiempo que no venia, he leído casi todo lo que me faltaba, es un gusto y aprendizaje venir aqui !!
Le dejo un abrazo !!!!