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lunes, 29 de diciembre de 2008

El secreto de la libertad

“No hay nada que dé tanta libertad de palabra, nada que tanto ánimo infunda en los peligros, nada que haga a los hombres tan fuertes como el no poseer nada, el no llevar nada pegado a sí mismo. De suerte que quien quiera tener gran fuerza, abrace la pobreza, desprecie la vida presente, piense que la muerte no es nada. Ese podrá hacer más bien a la Iglesia que todos los opulentos y poderosos; más que los mismos que imperan sobre todo.”
(San Juan Crisostomo).

17 cosas que me dicen:

Máster en nubes dijo...

Estupendo pensamiento para el día, el mes, el año que va a entrar.
Gracias, cura

Pedro Estudillo dijo...

El apego a lo material y humano es muy dañino para el alma y el espíritu, pero a veces también lo es el apego a lo divino.
Practicar el desapego, esa es la virtud.
Me ha gustado mucho su blog, creo que volveré por aquí a menudo.

Un abrazo y FELIZ AÑO.

Alexandro Magno dijo...

Algunas coplas populares han sido llevadas a la música, ahora recuerdo una que dice: "Mientras mas pobre me encuentro, son mas libres mis palabras". Es una cosa difícil el equilibrio en la vida, el "punto caramelo" del azucar. Todo lo creado tiene un sentido, hasta el apego. Sin apego, un niño no podria seguir a sus padres, ni aprender nada de él. Nuestro Señor Jesucristo se apega al Padre. Se apega a la Verdad, a la Vida. Es una cuestión de prioridades. Cristo entrega su vida por llegar a la Vida.(ustedes me entienden). Al escribir sobre temas tan profundos, el lenguaje se va tornando sino obsoleto, al menos denso. Por otro lado, cuidado, al despreciar el cuerpo en detrimento del alma podemos caer facilmente en una herejía. Don Lorenzo ya me lo explicó bien, en un comentario anterior, seremos resucitados integramente, en cuerpo y alma. Es más, somos una sola cosa, el cuerpo y el alma son un invento griego.

Miguel Ángel Velasco Serrano dijo...

Buena la cita.

Os ofrezco este artículo aparecido en la Revista Sal Terrae en noviemnbre. (Si consigo que entre entero)

«Abnegación».
La abnegación, o la importancia del otro

Inmaculada SOLER GIMÉNEZ

¿Hay alguien que no quiera vivir «a tope», con intensidad, con plenitud? ¿Hay alguien que no quiera ser feliz? Todos hambreamos la felicidad, a veces serenamente, a veces devorando la vida: pero ¿cuál es el secreto?; ¿cómo conseguirla?; ¿por qué la respuesta que el Evangelio nos ofrece nos resulta tan paradójica?: «El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá, pero el que la pierda por mí la encontrará» (Mt 16,24-25). Parece que algo estamos haciendo mal: o el Evangelio ha dejado de ser Buena Noticia para nosotros y no creemos, en el fondo, en la felicidad que nos promete (una felicidad crucificada), o hemos devaluado el don, incapaces de acogerlo, asfixiados en nosotros mismos.

En esta sociedad nuestra, donde casi todo se vende y la publicidad y el «marketing» tienen un papel tan importante, ¿también nosotros tendremos que «rebajar» el Evangelio para que lo compren?

Más allá de nuestro ombligo

«Muy poca gente sabe que los demás existen», dice Simone Weil con sus provocadoras palabras. Estamos tan centrados en nosotros mismos que... ¡no nos enteramos! Ya el profeta nos lo advertía: «no te cierres a tu propia carne» (Is 58,7).

En esta cultura narcisista, consumista, hedonista, de sobreabundancia..., ¡nos morimos de hambre! Da vergüenza decirlo cuando tantos niños mueren de verdad por inanición cada día. Tenemos de todo, pero no nos saciamos. ¿Quién nos sacará de nosotros mismos? Vivimos llenos de deseos de felicidad, con hambre de Dios (aunque no se le llame así) y hambre del otro. ¿Quizás está ahí la clave?: dejar a Dios ser Dios, y al otro otro. O convertirlo en alguien a quien devorar, a quien utilizo según mi conveniencia y que participa de mi vida en la medida en que me llena, me cae bien, «me pone», como dirían algunos jóvenes hoy, mientras «sienta algo por él o por ella», «no me moleste ni me cree problemas», mientras «me deje vivir en paz» y «no se meta en mi vida».Todo está en función de mí, incluso el amor... «mientras dure».

El Diccionario dice que «abnegación» es el sacrificio que uno hace de su voluntad, de sus afectos o de sus intereses en servicio de Dios o para bien del prójimo. Parece que la palabra no está muy de moda; pero si miramos bien la realidad, veremos cuánto sacrificio hay, entre jóvenes y no tan jóvenes, bajo promesas de éxito, libertad, felicidad o reconocimiento. No se hacen ayunos, pero sí hay dietas para adelgazar y conseguir el preciado 90-60-90; no hay cilicios, pero sí gimnasios y accesorios desengrasantes; no se plantea la conversión, pero sí el «cambio radical», programa de televisión que se hizo famoso en poco tiempo; no se hacen colas ni hay largas esperas en los actos religiosos (la misa, que no pase de 20 minutos) ni se hacen vigilias largas..., pero se puede estar una noche entera a la intemperie esperando conseguir una entrada para el concierto de algún cantante de moda; no hay tiempo para cuidar lo importante y a aquellos que nos importan, pero se trabaja horas y horas para tener el coche que ofrecen en la tele... Sacrificio hay, y mortificación, y renuncia..., ¡pero sin salir de nuestro ombligo! A veces andamos por la vida como «superpetroleros». Cuando tan clavada tenemos en nuestra retina la imagen de los cayucos que llegan a nuestras costas, a lo mejor puede ayudar a cuestionarnos este relato, y con él la imagen que se descubre de nosotros mismos y de la sociedad en que vivimos.

«Se acordó de una cosa terrible que había leído una vez en un periódico sobre la vida en un superpetrolero: los barcos se habían ido haciendo más grandes, mientras las tripulaciones eran cada vez menos numerosas, y todo se manejaba a base de tecnología. Programaban un ordenador en el Golfo, o donde fuera, y el buque prácticamente se gobernaba sólo hasta Londres o Sydney. Era mucho mejor para los armadores, que se ahorraban un montón de dinero, y mucho mejor para la tripulación, que sólo tenía que preocuparse por matar el aburrimiento. La mayor parte del tiempo lo pasaban sentados bajo cubierta bebiendo cerveza, como Greg, por lo que pudo deducir. Bebiendo y viendo vídeos. Había una cosa que nunca podría olvidar de aquel artículo. Decía que en los viejos tiempos siempre había alguien arriba, en la torre de vigía o en el puente, vigilando. Pero, hoy en día, en los buques grandes ya no había vigía, o por lo menos el vigía era un hombre que miraba de cuando en cuando una pantalla llena de puntos luminosos móviles. En los viejos tiempos, si estabas perdido en el mar, a bordo de una balsa o de un bote de goma o algo así, y un barco pasaba cerca, tenías muchas posibilidades de que te rescataran. Agitabas los brazos y gritabas y disparabas cualquier cohete que tuvieras; ponías tu camisa en lo alto del mástil, y siempre había gente vigilando y atenta a localizarte. Ahora puedes estar semanas a la deriva en el océano, y al final se acerca un superpetrolero y pasa de largo. El radar no te detecta, porque eres demasiado pequeño, y es pura suerte si hay alguien inclinado sobre la barandilla vomitando. Había habido muchos casos de náufragos que en otros tiempos habrían sido salvados y a los que ahora nadie recogió; e incluso incidentes de personas a las que atropellaron los barcos que ellos creían que venían a rescatarlos. Trató de imaginar lo espantoso que sería, la terrible espera, y luego la sensación cuando el barco pasa de largo y no puedes hacer nada, porque todos los gritos quedan ahogados por el ruido de los motores. Eso es lo malo que le pasa al mundo, pensó. Hemos renunciado a los vigías. No pensamos en salvar a otras personas, navegamos hacia adelante confiando en nuestras máquinas. Todo el mundo está en cubierta,
tomándose una cerveza con Greg».

En este ambiente en el que prima el individualismo, la autorrealización, el principio del placer, y en el que existe gran dificultad para vivir la alteridad, para mirar el rostro del que tenemos enfrente..., cualquier invitación a descentrarse, a salir, es un atrevimiento.

Vidas negadas

No sé si abnegadas, pero sí negadas. ¡Cuántas vidas con escasas posibilidades de afirmarse, de crecer y desarrollarse...! «Deberían dejar –dice Roland Holst– que al menos por un minuto se hiciera un gran silencio, y escuchar los llantos de todos los que lloran en el mundo: los hambrientos, los pobres, los que soportan las guerras, los enfermos, los presos... ¿Quién podría soportar tantos clamores?».

¡Abrir bien los ojos, los oídos, los sentidos! Andamos muchas veces como adormecidos, «a nuestra bola», como dirían algunos jóvenes; tan a lo nuestro que podemos pisotear por el camino a otros y no darnos cuenta. «Debajo del puente hay un mundo de gente», dice la canción de Pedro Guerra, y arriba del puente nos llegan las noticias por la tele, por Internet, pero no nos afectan, no nos tocan. Nos lo advirtió ya Jesús cuanto contó la historia de aquellos hombres que andaban tan ocupados en sus cosas («aunque fueran buenas») que dieron un rodeo ante el que estaba «tirado en la cuneta» y pasaron de largo (Lc 10,25-37).

¡Si nos atreviéramos a salir...! ¡Hay tantas vidas que nos pueden interpelar...! Recuerdo mi primer cumpleaños en «Villa Teresita». Hacía pocos meses que había entrado en la comunidad, dejando que Dios consagrara mi vida entre los más pobres, ¡Todo era nuevo! Cumplimos años a la vez Esther y yo. Ella vivía en la casa de acogida con su niña. Las dos empezábamos a vivir, estrenábamos los 19, pero ¡qué vidas tan distintas...! Juntas lo preparamos todo al estilo de Esther (yo era la aprendiz: tenía que educar mi sensibilidad para no escandalizar a los pequeños, para poder estar cerca y compartir). Fuimos al «super» y compramos papas, aceitunas, pan de molde para untar, refrescos... Estuvimos en la fiesta tres hermanas de la comunidad, otras cuatro chicas y los niños, mis padres y mis dos hermanos. ¡Éramos la familia y los amigos! Para algunas de ellas era la primera vez en mucho tiempo que se celebraba su vida.

Esther y yo. Entre su vida y la mía había un abismo; digo «había», porque se ha ido entretejiendo, con el tiempo, un puente de fraternidad y cariño. Ella, con una infancia marcada por el abandono, por el entorno de un barrio hostil: droga y prostitución. Yo, criada en un pueblo de montaña, marcada por el cariño y la naturalidad, con problemas familiares como parte de la vida, pero sostenida en un entorno de afecto y de oportunidades para el futuro... Ella sobreviviendo sola, con una niña de un chico que la había «dejado preñada» (como era natural en el barrio), su madre en la cárcel, y una hermana, «Caty», enganchada a las drogas y a la que mataron en el barrio a los pocos días de nuestro cumpleaños.

A mis 19 años, podía plantearme qué hacer con mi vida: si entregarla o no. El hacerlo no dejaba de ser un ejercicio de «ensimismamiento». Podía darme a manos llenas o dosificando mi entrega, en gratuidad o buscando continuamente gratificaciones; pero había algo previo que no podía poner en duda, y es que existencialmente estaba en deuda.

¿Qué tienes que no hayas recibido? (1 Co 4,7)

Ahora que están tan de moda los «piercings» y los tatuajes, no está mal reconocer en nuestro cuerpo las señales de la vida recibida, y quizás el ombligo nos pueda servir de recordatorio (de los que no se borran con el paso de los años).
Desde el principio, alguien se abnegó por nosotros para darnos la vida. Dependimos de otros desde los primeros días y necesitamos que alguien nos cuidara de día y de noche: leche, cambio de pañales, cambios de postura, abrazos y besos...: alguien veló. Más tarde, otros nos enseñaron a leer y a escribir... Y así toda la vida.

Lo importante de la vida lo hemos recibido. No se puede comprar ni está en venta. Algunos lo expresan así: «Podemos comprar placer, pero no amor; diversiones, pero no alegría; bienestar, pero no felicidad; un esclavo, pero no un amigo...». Reconocer lo recibido, hasta lo más básico: tener una casa, agua corriente, comida, medicinas, un lugar donde descansar, alguien que se preocupa de nuestra vida y nos quiere... nos tendría que llevar a ser más agradecidos. ¡Somos privilegiados! ¡Disfrutamos de posibilidades y experiencias que muchas criaturas de Dios sólo rozarán o soñarán! El agradecimiento nos pone en nuestro lugar («es de bien nacidos ser agradecidos») y nos hace experimentar que no somos propietarios de nada: «gratis lo habéis recibido: ¡dadlo gratis!» (Mt 10,8).

Cuando caemos en la cuenta de tanto bien y amamos al otro concreto que Dios ha puesto en nuestra vida, sobre todo cuando éste ha sido vulnerado en sus derechos, en su dignidad, en su infancia, en sus posibilidades de desarrollarse como persona, cualquier gesto de privación y entrega, vivido con amor, forma parte de una deuda contraída, deuda de agradecimiento. Habrá abnegación suave y a veces dolorosa, pero el peso no estará en lo que se niega, sino en lo que se afirma. El peso lo lleva el amor. En el movimiento de ida, negaremos algo «nuestro» para afirmar algo en el otro; y en el de vuelta (que sólo podremos recibir como un regalo, cuando ya la mano derecha no se acuerde de lo que hizo la izquierda), percibiremos que hemos recibido mucho más de lo que hemos dado.

Sin agradecimiento profundo, difícilmente entenderemos la lógica de la abnegación ni la del amor. Ni entenderemos tampoco la dinámica natural de darnos, de compartir y sacrificarnos por el otro. Sin este agradecer, la abnegación puede ser un ejercicio ensayado, un conjunto de esfuerzos y buenas intenciones que «pasen factura a los demás», y correremos el peligro de pensar que todos están en deuda con nosotros, de que «todo se nos debe», y estaremos tan centrados en nosotros mismos que olvidaremos dónde estamos y dónde están los otros, los cercanos y los lejanos. Puede que confundamos tanto la realidad que creamos que somos abnegados porque «sacamos la basura todos los días».

Tomar conciencia de lo recibido es reconocer rostros, nombres. Es aprender a dar gracias y sabernos entrelazados unos con otros, dependientes, parte de la misma familia. Es sentir que el otro forma parte de mí, «carne de mi misma carne». Al menos, eso es lo que afirmamos cuando nos atrevemos a llamar a Dios «Padre Nuestro». La abnegación, la ayuda, la solidaridad que brotan de ahí nos hermanan, porque no nacen del heroísmo del fuerte, del que está por encima, del que da pero no recibe, sino de la acogida del otro, de la experiencia de la propia debilidad y la necesidad que tenemos unos de otros para alimentarnos y sostenernos. Etty Hillesum, en el primer campo de concentración donde estuvo detenida, expresa así su agradecimiento por un vaso de agua: «Me sentó tan bien aquel trago que pensé: ¡ojalá pudiera caminar por ahí para dar un trago de agua a algunas gentes, a las que más lo necesiten, las que están amontonadas a miles».

Lo recibido, si lo retenemos, se pudre como el agua cuando se estanca. Se hace necesario reconocerlo para poder vivir dándolo, para no romper la cadena, una «cadena de favores», como la preciosa película.

Dar hasta que duela

Hemos asistido en el verano pasado a los Juegos Olímpicos de Pekín. ¡Cuánta abnegación y sacrificio...! Como diría Pablo, «para conseguir una corona que se marchita»... Y nosotros, ¿cuál es nuestra corona? Se nos entrena para el Triunfo: «Operación Triunfo», «Fama», etc. De nuevo, ¡cuántas privaciones y sacrificios...! Pero ¿para qué?; ¿cuál es la carrera en que nos jugamos la vida y la felicidad?
En uno de sus estudios sobre los jóvenes, Javier Elzo escribe: «En muchos de los jóvenes de hoy existe un hiato, una falla, entre los valores finalistas y los instrumentales: los jóvenes de hoy apuestan e invierten afectiva y racionalmente en los valores finalistas (pacifismo, tolerancia, ecología, exigencia de lealtad...), a la par que presentan, sin embargo, grandes fallas en los valores instrumentales, sin los cuales todo lo anterior corre el gran riesgo de ser un discurso bonito. Son los déficits que presentan en valores como el esfuerzo, la autorresponsabilidad, el compromiso, la participación, la abnegación, la aceptación del límite... La escasa articulación entre valores finalistas y valores instrumentales está poniendo al descubierto la continua contradicción de muchos jóvenes para mantener un discurso y una práctica con una determinada coherencia y continuidad temporal allí donde se precisa un esfuerzo cuya utilidad no sea inmediatamente percibida».

¿Hay algo en la vida que valga la pena y no cueste? ¿Quién nos entrenará para el servicio, para dar la vida, para el amor en la vida cotidiana, para vivir con los cinco sentidos, poniendo en juego la vida entera? Nos llenamos de deseos porque queremos vivir grandes emociones, amores apasionados... ¡de película! En el fondo, vivimos para el fin de semana, y mientras tanto nos perdemos el amor en el día a día, en la vida real. ¿Quién nos enseñará?: los buenos días al que tiene cara de recién levantado; el ser amables cuando nos preguntan; el acoger al que llega; el escuchar la historia que repite cien veces el mayor de la casa; el «echar una mano» en lo que podamos; el hacer la vida agradable a los que están cerca; el ver el canal de tele que no nos apetece, para dar gusto a otro; el reciclar lo que ensuciamos... El amor sin abnegación es un amor sin consistencia, líquido, condenado a esfumarse. La abnegación es uno de los nombres del amor en la vida cotidiana.
Decía la Madre Teresa: «hay que dar hasta que duela»; y duele lo que supone algún sacrificio, lo que nos afecta. «Dar solamente aquello que te sobra nunca fue compartir, sino dar limosna, amor. Si no lo sabes tú, te lo digo yo», canta la letra de «Corazón partío», de Alejandro Sanz. Todo movimiento de dar vida, de entrega, toda vocación, supone abnegación. Si no, preguntemos a las madres, a las abuelas. La publicidad nos engaña muchas veces, enmascara y oculta parte de la realidad (el dolor, el conflicto, la muerte, la enfermedad... como parte de la vida, como lugar donde el amor se muestra y es probado), y juega con nuestros deseos de felicidad, todo sin esfuerzo, sin espera, sin renuncia, todo con fecha de caducidad. «En una cultura de consumo como la nuestra, partidaria de los productos listos para uso inmediato, las soluciones rápidas, la satisfacción instantánea, los resultados que no requieran esfuerzos prolongados, las recetas infalibles, los seguros contra todo riesgo..., la promesa de aprender el arte de amar es la promesa falsa, engañosa de lograr “experiencia en el amor” como si se tratara de cualquier otra mercancía»3. ¿Y es que se puede amar sin dolor, sin renuncia? Jesús no nos engaña con falsas promesas, no endulza ni enmascara las dificultades; sólo preguntará o dirá: «¿también vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67); «si el grano de trigo no muere...» (Jn 12,24); «era necesario que el Hijo del hombre...» (Mc 8,31); «felices los pobres...» (Lc 6,20); «cuando la mujer va a dar a luz...» (Jn 16,21).

¿Se puede amar sin autodonación, sin negar algo de lo mío a favor del otro?; ¿no será que vivimos «amores a medias»? «Si vuestro miedo os hace buscar sólo la paz y el placer del amor, entonces sería mejor que cubrierais vuestra desnudez y os alejarais de sus umbrales hacia un mundo sin estaciones, donde reiréis, pero no con toda vuestra risa; donde lloraréis, pero no con todas vuestras lágrimas». El amor de verdad, como dice la Palabra, «es paciente, es amable, el amor no es envidioso ni fanfarrón, no es orgulloso ni destemplado, no busca su interés, no se irrita, no apunta las ofensas, no se alegra de la injusticia, se alegra de la verdad. Todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca acabará» (1 Co 13,4ss).

Así oraba Francisco de Asís: «Oh, Señor, que no me empeñe tanto en ser consolado como en consolar; en ser comprendido como en comprender; en ser amado como en amar; porque dando se recibe; olvidando se encuentra; perdonando se es perdonado; muriendo se resucita a la vida».

En un mundo tan cambiante, donde todo –afirma Zygmunt Bauman– parece líquido, necesitamos entrenadores y entrenadoras que con su vida y acompañamiento nos enseñen la naturalidad de darse, nos enseñen a ser fieles, a permanecer en el amor cuando no hay «subidón», cuando «no se siente nada», cuando «todo es gris»... y, misteriosamente, tener paz y alegría. Que nos enseñen a no devolver mal por mal, a des-centrarnos, a tener en el otro nuestro centro: el Otro (aprendiendo a buscar Su Voluntad como secreto de la felicidad) y los otros
concretos, especialmente los no queridos, los despreciados, los excluidos. No nos sirve cualquier entrenador. Seguro que todos conocemos en nuestra familia, en nuestro barrio a alguno bueno; posiblemente, ellos ni lo saben, pero los demás sí disfrutamos y sabemos del buen sabor que nos deja su vida, su compañía, su mera presencia.

Vidas que dejan buen sabor

Los jóvenes, en general todos, rechazamos «aquello que huela a muerte, a rancio»; por eso, más allá de nuestros discursos (bien formulados), están nuestras caras y el sabor que transmite nuestra vida.

¿A qué sabe nuestra vida? A esta pregunta sólo pueden responder los demás, los que viven a nuestro alrededor. ¿Se vive a gusto con nosotros? ¿Generamos vida o dejamos rigideces, durezas, tensiones, amargura...? «He venido para que tengan vida, y vida abundante».

¡Nuestro Dios es un Dios de vivos! Y Él nos envía a crear condiciones de vida digna y justa para todos, a luchar, a hacer la vida agradable a quienes viven con nosotros, a abajarnos para poder levantar, a aliviar sufrimientos, a aligerar el peso: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón..., porque mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,28ss). Sabemos que en lo cotidiano las grandes luces se esconden, y se nos invita a alumbrar en lo pequeño, a avivar la esperanza que vacila, a cuidar la vida que germina, a caminar con humildad, con la verdad nuestra y la de los otros.

Comentan de Santa Teresa que andaba con tanto agradecimiento por los caminos que todos gustaban de acompañarla. La abnegación va unida al agradecimiento y a la alegría. Por eso, difícilmente podremos hablar de abnegación a los jóvenes si no amamos la vida, si no se nos nota en la cara, si no transmitimos un mensaje con sabor a Buena Noticia. Javier Garrido afirma que «donde no hay capacidad de gozo, toda renuncia es patológica». Por lo tanto, difícilmente el que no sabe gozar de la vida podrá abnegarse evangélicamente.

¡Hay que ser muy libres para vivir abnegadamente! «Nadie me quita la vida» (Jn 10,18), nos dice Jesús. Necesitamos una dosis alta de libertad para amar bien. Libertad para tomar la vida en las propias manos y libertad para elegir vivir dándola, no siendo el centro, no buscando el propio interés, descendiendo (Flp 2,5ss).

El otro, que es mi mayor regalo y mi responsabilidad, me salva. El amor abnegado saca lo mejor de nosotros mismos y nos hace más humanos; comestibles; alimento para los demás; eucaristía: «Como mazorcas de maíz os recogerá, Os desgranará hasta dejaros desnudos. Os cernerá hasta libraros de vuestro pellejo. Os molerá hasta conseguir la indeleble blancura. Os amasará para que lo dócil y lo flexible brote de vuestra dureza. Y os destinará luego al fuego sagrado, para que podáis convertiros en el sagrado pan para el sagrado festín de Dios. Todo eso hará el amor con vosotros, para que conozcáis los secretos de vuestro propio corazón y así lleguéis a convertiros en un fragmento del corazón de la Vida».

¿Cuál es el secreto?

El secreto no es algo, sino Alguien: Aquel que nos amó primero. La Vida que nadie ni nada nos puede quitar. Él es el gran secreto, el tesoro escondido, la perla preciosa, la Felicidad que se nos regala. El que se hizo pobre para enriquecernos se abaja para levantarnos, se niega para afirmarnos, se desvive cada día para alimentarnos y saciarnos con su cuerpo y su palabra y se presenta ante nosotros desnudo, hambriento, sin techo... Él es quien nos invita a seguirle, a vivir con Él, a desvivirnos como Él.

La lógica de la abnegación es la que está detrás de la felicidad del Reino: morir para vivir; ser pobre para ser rico; abajarse para ser levantado; ser último, esclavo, servidor..., para ser el primero; vender lo que se tiene para conseguir el mayor tesoro; hacerse pequeño para ser grande; perder la vida para encontrarla... La negación de nuestro proyecto, de nuestro querer... para buscar lo que Dios quiere de nosotros (nuestra felicidad) es lo que rezamos cada día en el Padre nuestro: «que se haga tu voluntad». En el intento de responder a lo que intuimos que Él quiere, se juega toda nuestra vida y la felicidad que buscamos ¿Nos atreveremos a abrirnos a ella? Se nos ha regalado una semilla que no está en las tiendas ni se puede comprar por Internet; es como un tesoro escondido en el interior de cada uno; es la Vida de Dios, que pide nuestro consentimiento para ser acogida. ¿Se lo daremos? ¿La dejaremos crecer?

«Por encima de la finitud, del espacio y del tiempo, el amor infinitamente infinito de Dios viene y nos toma. Llega justo a su hora. Tenemos la posibilidad de aceptarlo o de rechazarlo. Si permanecemos sordos, volverá una y otra vez como un mendigo; pero, también como un mendigo, llegará el día en que ya no vuelva. Si aceptamos, Dios depositará en nosotros una semillita y se irá. A partir de ese momento, Dios no tiene que hacer nada más, ni tampoco nosotros, sino esperar. Pero sin lamentarnos del consentimiento dado, del “sí” nupcial. Esto no es tan fácil como parece, pues el crecimiento de la semilla en nosotros es doloroso. Además, por el hecho mismo de aceptarlo no podemos dejar de destruir lo que le molesta; tenemos que arrancar las malas hierbas, cortar la grama. Y, desgraciadamente, esta grama forma parte de nuestra propia carne, de modo que esos cuidados de jardinero son una operación cruenta. Sin embargo, en cualquier caso la semilla crece sola. Llega un día en que el alma pertenece a Dios, en que no solamente da su consentimiento al amor, sino en que, de forma verdadera y afectiva, ama. Debe entonces, a su vez, atravesar el universo para llegar hasta Dios. El alma no ama como una criatura, con amor creado. El amor que hay en ella es divino, increado, pues es el amor de Dios hacia Dios que pasa por ella. Sólo Dios es capaz de amar a Dios. Lo único que nosotros podemos hacer es renunciar a nuestros propios sentimientos para dejar paso a ese amor en nuestra alma. Esto significa negarse a sí mismo. Sólo para este consentimiento hemos sido creados».

Guerrera de la LUZ dijo...

Estaría bien encontrar una lista de "trucos" para aprender a vivir la pobreza en medio del mundo, es tan difícil..y tan necesario xa ser libre!

Padre pasé el otro día x Jerez y me acordé de encomendarle. Estuve en el Santuario de Regla, qué pasada, enclavado en la playa, no lo conocía!!! conocí a un sacerdote interesantísimo q vive allí: el padre Constancio Cabezón, médico. Tengo q volver a x su libro sobre la Pasión de Cristo desde el punto de vista médico, lo conoce usted? creo que es extraordinario.

Un abrazo.

Nelson dijo...

Padre Lorenzo, todo un honor el haber recibido su visita en mi blog, y que haya usted tenido la gentileza de haber dejado un comentario en el mismo, pero más aún el hecho de que me haya dado gracias a esto la oportunidad de conocer su trabajo en este espacio por el cual lo felicito. Realmente no soy muy creyente en religión alguna, pero como podrá ver en lo que escribo, creo en Nuestro Señor y en la Santa Virgen y en el poder de Su mensaje. Cada cual cuando abre su corazón a la grandeza del Amor y la Sabiduría de Nuestro Creador es inspirado por naturaleza divina en su propia busqueda, eso creo... Gracias mi buen amigo Padre Lorenzo por su visita, lo reitero, todo un honor.

Mis mejores deseos desde Venezuela.

Exitos y Bendiciones.

Anna dijo...

Los apegos no son buenos, y más si son materiales, esclavizan y desgastan el lado humano de la gente.

Me gustaría que algunos ricos fueran un poco más pobres, y algunos pobres un poquito menos pobres.

Gracias por venir a mi blog, si te lo mencioné como deseo es porque me resultas muy rico por dentro.

Un abrazo.

Abril dijo...

Gracias por su visita... aqui tambien hay cosas interesantes.

Saludos... desde Guatemala.

PARADISE dijo...

Sabias palabras... Gracias por compartirlo con nosotros...
Saludos desde Paraguay

www.AristidesEchauri.com

TORO SALVAJE dijo...

Estoy de acuerdo con él, el que no tiene nada no puede perder nada.

Saludos.

Un cura dijo...

Esta vez me puedo permitir responder y agradecer vuestros comentarios, aprovecho que tengo un poco de tiempo.

Máster en nubes, me alegra que te guste el comentario.

También a ti, Pedro, sé bienvenido siempre que quieras venir por aquí. Feliz Año nuevo.

Alexandro Magno, gracias por tu copla, que me ha parecido preciosa. El apego es necesario, llevas razón, no podemos separar nuestra vida material de la espiritual... pero qué necesario es liberarnos de todas las ataduras para poder ser nosotros mismos. Es bueno necesitar, es malo depender. Esa libertad no nos hace volar escapando del mundo, nos compromete con la realidad y eso es aún más importante.

Me alegro que te guste la cita, Miguel Ángel y gracias por el artículo que aportas.

Guerrera de la luz, los trucos más sencillos son siempre los que mejor funcionan. Me alegra que hayas pasado por aquí. Tal vez alguna vez coincidimos.

Muchas gracias, Nelson Díaz, por tu visita y comentario. Me alegro de que te guste mi blog. Aquí también eres bienvenido siempre que quieras visitar a este cura y sus cosas, no es necesario ser creyente para compartir. Feliz Año nuevo.

Ana Belio, qué bonito sería si fuésemos más capaces de vivir libres y pendientes de los demás. Seguiré visitando tu blog, descuida. Muchas gracias. Feliz año.

Abril, bienvenida, me alegra de que encuentres aquí cosas interesantes. Feliz año nuevo.

Aristides Echauri, gracias por tu visita y por tu comentario desde Paraguay. Me alegra que te pases por aquí. Feliz año nuevo.

Torosalvaje, gracias por tu comentario, buen resumen el tuyo. Feliz año 2009.

Gracias, feliz Navidad y nuevo año a todos.

Anónimo dijo...

Te devuelvo la visita para darte las gracias por tu aportación en mi blog, todo un honor inesperado, de cómo un pecador como yo merece una visita así. Y, lo que son las cosas, me temo que volveré por aquí: da gusto encontrar blogs que te hagan pensar. Un abrazo y gracias.

Yuria dijo...

Hola, nada, sólo decirte que me ha gustado encontrar tu blog.

Te seguiré leyendo.
Y ¿sabes qué te digo? Gracias por ser cura. Nos hacen mucha falta.

Felicidad para el Año Nuevo.

juane dijo...

hay q aprender a pegarse a lo q realmente nos hace falta y bien!, sea lo q sea, pero siempre y cuando sea verdadero!

muy itneresante tu blog.
un abrazo
feliz 09!

RIOL dijo...

Así debía ser... yo no soy muy deboto, más bien nada...pero buena gente hay de todas las razas, credos y demás etiquetas que quieran ponerse... tú puedes ser una de ellas y pasaré por aquí para decir y contar... Feliz Año

Gri dijo...

Bello...Hermoso! Sabias palabras las de San Juan Crisostomo...!

Dios te bendiga!

Un cura dijo...

Perdonad que haya tardado tanto en responder. Después de las fiestas vamos volviendo a la normalidad.

Octavio, pecadores somos todos, así que no te preocupes. Bienvenido a mi blog. Será un placer seguir viéndote por aquí. Gracias.

Yuria, gracias por tu comentario y por tus ánimos. Bienvenida. Felicidad también para ti.

Juane, me alegro de tu criterio. Muchas gracias por tu comentario, me alegro de que te guste mi blog.

Riol, aunque no seas devoto, a mí me da igual, no es requisito ni para entrar en mi blog, ni para leerlo ni para comentar... ¿para qué tantas etiquetas? Bienvenido siempre, y feliz año.

Gri, Dios te bendiga a ti también.
Gracias por pasar.

Gracias a todos.